20090503
20090502
Habitación ciento veintiséis (y XII)
El capitán Blanco, que murió coronel, y la abuela María Flor, que me enseñó a leer, caminan juntos por el bulevar de nuestra memoria.
Pasean hasta Castañera, en una etapa más de un viaje de carcajadas, guiños, cafés hirviendo, masajes, nueces, broncas y mil millones de toneladas de un amor fascinante. Él lleva un traje gris y una corbata burdeos; ella, un vestido estampado de flores y una chaqueta de punto. Sus cabezas portan dos coronas blancas en las que distingo una discreta aura dorada. No es la santidad, es el sol de la tarde que se filtra por sus sedosas cabelleras canas. Tras ellos queda un reguero de pétalos rojos y blancos y el perfume de nuestro pasado. Huele al rosario de la Cartuja de Miraflores; al chocolate parido en la lumbre de la Vega del Ciego; a la colonia con la que me peinaba al llegar donde quiera que me esperara mi madre; al amoniaco de aquellas casas que tenían los suelos de plata; a aquellos cafés de las sobremesas de León; a la humedad dulzona de los junios en la terraza de Fósforo-8; a aquel mundo nuevo, maravilloso y cálido que se creaba cuando estábamos juntos, que fue casi siempre.
Empiezo una nueva vida. Sin ellos. Estoy en un planeta desconocido. Inhóspito, más frío y oscuro si cabe. Pero no nos rendiremos. Nos lo enseñaron. A empezar despedidas que no terminan, para seguir estando juntos. Tengo a mi padre a y mi madre, a la chica de mirada oceánica, al heredero y la nena y a Mariaisabel. A Julio y a Mariaelena. A mis hermanos pequeños. Al linaje de mi pueblo. Un universo abierto, divertido, solidario, blanco y prieto. En Boadilla, en Villaviciosa, en Gijón, en la Pola, en Harlem, en Oviedo, en Vigo, en Barruelo, en un avión que vuela a la Dominicana, en Cienfuegos, en Sanabria, y también al lado de dos niñas gallegas que la quisieron con locura. En todos aquellos lugares que iluminaron con su cariño, su bondad y su atención descomunal y desprendida.
Arzobispo Blanco está vacío. Suena el tictac de aquel reloj que rimaba con el tiempo de los veranos en la vieja casona. Mis cuarenta años, casi cuarenta y uno, están forrados de recuerdos. Somos muchos para compartirlos, recrearlos, enriquecerlos, y volver a disfrutarlos.
La abuela María Flor, que me enseñó a leer, me ahorró un año de educación preescolar. En cuatro paseos por Madrid, hasta la casa del hombre de Peral, los letreros luminosos de las farmacias y las joyerías se convirtieron en mi cartilla Palau. Y más. Me llevó a conocer a mi hermana recién nacida, favor que devolví años después, un veintitrés o veinticuatro de octubre, cuando le presentamos al heredero, bálsamo de tantos dolores. No olvidaré el rescate de una pesadilla febril de hormigas que se convertían en elefantes; que me emborrachó por vez primera con la combinación terrible de la sangría cuartelera y el café irlandés para oficiales; que me maravilló con el milagro que nace de un engrudo de nuez envuelto en hojaldre; que me fascinó con la aparición de un atónito Papá Noel en la terraza de Fósforo-8. Pacificó mis alergias en los últimos exámenes del bachillerato, me pidió mil veces que rezara y nunca lo consiguió, y con un tesón implacable, en compañía de tía Flori, logró que Julio no cogiera aquella Unidad de regreso a Oviedo.
Consiguió que todos fuéramos el único, el favorito, el elegido, el preferido. Y así tratamos de corresponder en esos días azules de la habitación ciento veintiséis, una gota en el océano de noventa y un años extraordinarios que hicieron de la Tierra un lugar en el que llegué a creerme que la madurez era un castigo reservado para otros.
Pasean hasta Castañera, en una etapa más de un viaje de carcajadas, guiños, cafés hirviendo, masajes, nueces, broncas y mil millones de toneladas de un amor fascinante. Él lleva un traje gris y una corbata burdeos; ella, un vestido estampado de flores y una chaqueta de punto. Sus cabezas portan dos coronas blancas en las que distingo una discreta aura dorada. No es la santidad, es el sol de la tarde que se filtra por sus sedosas cabelleras canas. Tras ellos queda un reguero de pétalos rojos y blancos y el perfume de nuestro pasado. Huele al rosario de la Cartuja de Miraflores; al chocolate parido en la lumbre de la Vega del Ciego; a la colonia con la que me peinaba al llegar donde quiera que me esperara mi madre; al amoniaco de aquellas casas que tenían los suelos de plata; a aquellos cafés de las sobremesas de León; a la humedad dulzona de los junios en la terraza de Fósforo-8; a aquel mundo nuevo, maravilloso y cálido que se creaba cuando estábamos juntos, que fue casi siempre.
Empiezo una nueva vida. Sin ellos. Estoy en un planeta desconocido. Inhóspito, más frío y oscuro si cabe. Pero no nos rendiremos. Nos lo enseñaron. A empezar despedidas que no terminan, para seguir estando juntos. Tengo a mi padre a y mi madre, a la chica de mirada oceánica, al heredero y la nena y a Mariaisabel. A Julio y a Mariaelena. A mis hermanos pequeños. Al linaje de mi pueblo. Un universo abierto, divertido, solidario, blanco y prieto. En Boadilla, en Villaviciosa, en Gijón, en la Pola, en Harlem, en Oviedo, en Vigo, en Barruelo, en un avión que vuela a la Dominicana, en Cienfuegos, en Sanabria, y también al lado de dos niñas gallegas que la quisieron con locura. En todos aquellos lugares que iluminaron con su cariño, su bondad y su atención descomunal y desprendida.
Arzobispo Blanco está vacío. Suena el tictac de aquel reloj que rimaba con el tiempo de los veranos en la vieja casona. Mis cuarenta años, casi cuarenta y uno, están forrados de recuerdos. Somos muchos para compartirlos, recrearlos, enriquecerlos, y volver a disfrutarlos.
La abuela María Flor, que me enseñó a leer, me ahorró un año de educación preescolar. En cuatro paseos por Madrid, hasta la casa del hombre de Peral, los letreros luminosos de las farmacias y las joyerías se convirtieron en mi cartilla Palau. Y más. Me llevó a conocer a mi hermana recién nacida, favor que devolví años después, un veintitrés o veinticuatro de octubre, cuando le presentamos al heredero, bálsamo de tantos dolores. No olvidaré el rescate de una pesadilla febril de hormigas que se convertían en elefantes; que me emborrachó por vez primera con la combinación terrible de la sangría cuartelera y el café irlandés para oficiales; que me maravilló con el milagro que nace de un engrudo de nuez envuelto en hojaldre; que me fascinó con la aparición de un atónito Papá Noel en la terraza de Fósforo-8. Pacificó mis alergias en los últimos exámenes del bachillerato, me pidió mil veces que rezara y nunca lo consiguió, y con un tesón implacable, en compañía de tía Flori, logró que Julio no cogiera aquella Unidad de regreso a Oviedo.
Consiguió que todos fuéramos el único, el favorito, el elegido, el preferido. Y así tratamos de corresponder en esos días azules de la habitación ciento veintiséis, una gota en el océano de noventa y un años extraordinarios que hicieron de la Tierra un lugar en el que llegué a creerme que la madurez era un castigo reservado para otros.
20090501
Before my time
I know that hearts were loving
Long before I was here
And I'm not the first to ever cry
In my bed or in my beer
There were songs before there was radio
Of love that stays and love that goes
They were writing meloncholy tunes
And tearful words that rhyme
Before my time
Before my time
There were songs in old dusty books
Of love thats always been
Sweet lovers in their glory
Who are now gone with the wind
Old fashion love words spoken then
Keep coming back around again
Nothings changed except the names
Their love burns just like mine
Before my time
Before my time
And in the dim of yesterday
I can clearly see
That flesh and blood cried out to someone
As it does in me
And there was some old song that said
I love you 'til I die
Before my time
Before my time
But what the old time masters had
Is what I feel for you
Love is love and doesn't change
In a century or two
If someway they had seen and knew
How it would be for me and you
They'd wish for love like yours
And they would wish for love like mine
Before my time
Before my time
Long before I was here
And I'm not the first to ever cry
In my bed or in my beer
There were songs before there was radio
Of love that stays and love that goes
They were writing meloncholy tunes
And tearful words that rhyme
Before my time
Before my time
There were songs in old dusty books
Of love thats always been
Sweet lovers in their glory
Who are now gone with the wind
Old fashion love words spoken then
Keep coming back around again
Nothings changed except the names
Their love burns just like mine
Before my time
Before my time
And in the dim of yesterday
I can clearly see
That flesh and blood cried out to someone
As it does in me
And there was some old song that said
I love you 'til I die
Before my time
Before my time
But what the old time masters had
Is what I feel for you
Love is love and doesn't change
In a century or two
If someway they had seen and knew
How it would be for me and you
They'd wish for love like yours
And they would wish for love like mine
Before my time
Before my time
dedicado al capitán Blanco y a la abuela María Flor
20090427
20090426
Habitación ciento veintiséis (X)
El viernes dormí en la ciento veintiséis. Para devolver un poco de tanto como me dieron. Julián me dijo, hace muchos años, que era nuestro deber. La habitación es azul, es cárcel, es una fábrica de tristeza y miedo. La música es mecánica, la luz brota de pantallas que no entiendo ni lo pretendo, pero huele a talco y a casa. No quiero pensar ni puedo y muevo durante horas una sábana para construir un alivio efímero. Mi humanidad es ceniza y el día clarea entre nubes. En el televisor veo el chalet, y más cosas que ni escribir puedo.
Viene mi madre a relevarme. Espero un autobús que no existe y camino por la ciudad gris hacia Fort Apache.
Vestido de azul recorro un sendero imaginario hasta las fotos, verdad imperecedera del paraíso en la tierra. Escucho a Neil Young, que canta:
Viene mi madre a relevarme. Espero un autobús que no existe y camino por la ciudad gris hacia Fort Apache.
Vestido de azul recorro un sendero imaginario hasta las fotos, verdad imperecedera del paraíso en la tierra. Escucho a Neil Young, que canta:
20090424
20090422
20090421
20090420
Habitación ciento veintiséis (V)
Diecisiete veces que vengo a subir las escaleras hasta la ciento veintiséis. Tubos, máscaras, paredes azules, uniformes blancos, las fotos, los abrigos, el sol tras la persiana y el calor, ese tremendo calor.
Pasó una semana y nos movimos para no avanzar. La abuela María Flor, que me enseñó a leer, lucha contra palabras largas. Es patrimonio de todos, por eso escribo partes que no cuentan nada. La primavera se hace paso y este lunes es el día de la Flor. Todos los veranos, la chica de mirada océnica, el heredero, la nena y Sánchez Bolín caminan por la vereda fragante hasta el prau la Flor, un diorama perfecto del paraíso. Y en mi cartera atesoro una fotografía en blanco y negro de las dos Flores de mi vida, ahí, esculpidas en hierro delante de la ermita.
Y con ése hálito emprendo viaje, otra vez, hasta la ciento veintiséis.
Pasó una semana y nos movimos para no avanzar. La abuela María Flor, que me enseñó a leer, lucha contra palabras largas. Es patrimonio de todos, por eso escribo partes que no cuentan nada. La primavera se hace paso y este lunes es el día de la Flor. Todos los veranos, la chica de mirada océnica, el heredero, la nena y Sánchez Bolín caminan por la vereda fragante hasta el prau la Flor, un diorama perfecto del paraíso. Y en mi cartera atesoro una fotografía en blanco y negro de las dos Flores de mi vida, ahí, esculpidas en hierro delante de la ermita.
Y con ése hálito emprendo viaje, otra vez, hasta la ciento veintiséis.
20090419
20090417
¿Comiste?
Llevamos cinco días en un túnel azul. Es un via crucis sin estaciones. El lunes recorrí mil millas haciendo repaso con una plegaria repicando en mis sienes: ¡no te dejaré sola!
Recorro la ciudad gris en el coche gris con una fotografía de mis hijos en el asiento de al lado. Un Pedro cualquiera conoce mi pacto con el diablo y escribe con ojo de halcón un cuento que me pellizca las lagrimales.
Abrimos sucursal de Innisfree con un DVD, las fotos, el bullicio del hermano pequeño, el sosiego de mi hermana, los periódicos, un ciento veintiséis en la puerta y una ventana a la Estación del Norte, destino incierto al que escaparíamos ahora mismo, pero todos juntos.
Recorro la ciudad gris en el coche gris con una fotografía de mis hijos en el asiento de al lado. Un Pedro cualquiera conoce mi pacto con el diablo y escribe con ojo de halcón un cuento que me pellizca las lagrimales.
Abrimos sucursal de Innisfree con un DVD, las fotos, el bullicio del hermano pequeño, el sosiego de mi hermana, los periódicos, un ciento veintiséis en la puerta y una ventana a la Estación del Norte, destino incierto al que escaparíamos ahora mismo, pero todos juntos.
20090414
Regreso del paraíso
Una semana en Innisfree merece estos apuntes. Para recordar los días de familia y amigos, esos que son familia.
Recorrimos kilómetros de una España atenazada entre el pasmo de sus dirigentes y el abuso de unos prestamistas que no prestan. Nos escabullimos entre la caliza para llegar sigilosamente al cuarto de estar del paraíso. Desde la ventana veo una puerta al futuro que no sabe dónde se detendrá. Los bobos cruzan las fronteras y dejan cabizbajos a los dueños de su legitimidad.
Buscamos la nieve y pisamos una pradera tapizada de cocido y mantas. El jefe del agua durmió la siesta sin dejar de hablar mientras dejamos que suavemente nos acunara el murmullo de unos niños que ensayan la felicidad.
Sánchez Bolín y el heredero se atrevieron a deslizarse por un invierno en vías extinción y recordar aquellos lances entre calcetines empapados, esquís naranjas y cocacolas enfriadas en tiempo real. Hace treinta años vi esquiar a mi padre con un anorak gris y ahora yo acompaño al heredero en un camino sin retorno desde la meseta de la nada hasta la montaña transparente, donde ambos somos de la Pola.
La multitud son siete niñas y el heredero. Son juegos de cartas y un columpio con asiento de red. Nosotros fuimos así hace años, cuando el capitán Blanco, que murió coronel, miraba por encima de unas gafas de pasta marrón. Dos niños y tres niñas ahora separados por dos SMS sin respuesta. El tiempo no quita ni da razones, solamente pone distancia entre el barco que zarpa y aquellos que lo despiden sin saber si el pasaje es de ida y vuelta. Los padres suspiran y los demás, a su lado, no conseguimos entender nada.
Estuvimos en Gijón, interpretamos un lío con la vuelta de un euro, volvimos a la pradera, bebimos sidra de espicha, comimos chuletones escondidos bajo nuestras carcajadas y diseñamos un regreso zurcido de incertidumbre y miedo.
Y así pasaron los siete días.
Recorrimos kilómetros de una España atenazada entre el pasmo de sus dirigentes y el abuso de unos prestamistas que no prestan. Nos escabullimos entre la caliza para llegar sigilosamente al cuarto de estar del paraíso. Desde la ventana veo una puerta al futuro que no sabe dónde se detendrá. Los bobos cruzan las fronteras y dejan cabizbajos a los dueños de su legitimidad.
Buscamos la nieve y pisamos una pradera tapizada de cocido y mantas. El jefe del agua durmió la siesta sin dejar de hablar mientras dejamos que suavemente nos acunara el murmullo de unos niños que ensayan la felicidad.
Sánchez Bolín y el heredero se atrevieron a deslizarse por un invierno en vías extinción y recordar aquellos lances entre calcetines empapados, esquís naranjas y cocacolas enfriadas en tiempo real. Hace treinta años vi esquiar a mi padre con un anorak gris y ahora yo acompaño al heredero en un camino sin retorno desde la meseta de la nada hasta la montaña transparente, donde ambos somos de la Pola.
La multitud son siete niñas y el heredero. Son juegos de cartas y un columpio con asiento de red. Nosotros fuimos así hace años, cuando el capitán Blanco, que murió coronel, miraba por encima de unas gafas de pasta marrón. Dos niños y tres niñas ahora separados por dos SMS sin respuesta. El tiempo no quita ni da razones, solamente pone distancia entre el barco que zarpa y aquellos que lo despiden sin saber si el pasaje es de ida y vuelta. Los padres suspiran y los demás, a su lado, no conseguimos entender nada.
Estuvimos en Gijón, interpretamos un lío con la vuelta de un euro, volvimos a la pradera, bebimos sidra de espicha, comimos chuletones escondidos bajo nuestras carcajadas y diseñamos un regreso zurcido de incertidumbre y miedo.
Y así pasaron los siete días.
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