Diecisiete veces que vengo a subir las escaleras hasta la ciento veintiséis. Tubos, máscaras, paredes azules, uniformes blancos, las fotos, los abrigos, el sol tras la persiana y el calor, ese tremendo calor.
Pasó una semana y nos movimos para no avanzar. La abuela María Flor, que me enseñó a leer, lucha contra palabras largas. Es patrimonio de todos, por eso escribo partes que no cuentan nada. La primavera se hace paso y este lunes es el día de la Flor. Todos los veranos, la chica de mirada océnica, el heredero, la nena y Sánchez Bolín caminan por la vereda fragante hasta el prau la Flor, un diorama perfecto del paraíso. Y en mi cartera atesoro una fotografía en blanco y negro de las dos Flores de mi vida, ahí, esculpidas en hierro delante de la ermita.
Y con ése hálito emprendo viaje, otra vez, hasta la ciento veintiséis.
Pasó una semana y nos movimos para no avanzar. La abuela María Flor, que me enseñó a leer, lucha contra palabras largas. Es patrimonio de todos, por eso escribo partes que no cuentan nada. La primavera se hace paso y este lunes es el día de la Flor. Todos los veranos, la chica de mirada océnica, el heredero, la nena y Sánchez Bolín caminan por la vereda fragante hasta el prau la Flor, un diorama perfecto del paraíso. Y en mi cartera atesoro una fotografía en blanco y negro de las dos Flores de mi vida, ahí, esculpidas en hierro delante de la ermita.
Y con ése hálito emprendo viaje, otra vez, hasta la ciento veintiséis.